14 ene 2013

La paz de las olas

Imagen sacada por capas en la Devesa, El Saler.

Las olas del mar, incansables, aterrizan una y otra vez en la orilla. Hace poco que ha amanecido, una brisa suave recorre la playa y ya se vislumbran algunas gaviotas cazando su desayuno, unos peces saltarines que salen a saludar al sol. Unas cuantas casas diseminadas a cincuenta metros de la playa rompen con el paisaje natural, creando uno nuevo y atractivo para el pasar de los días del ser humano.

Juan se despierta con la sábana enrollada entre sus piernas, se da cuenta de la existencia de luz y decide levantarse. Sentado al borde del colchón se frota la cara con las manos y se quita las legañas de los ojos. Mira la cama y el resto de la habitación, no parece gustarle haber despertado solo. Descalzo y en calzones se encamina por el pasillo pensando en lo bien que le sentará el café, antes de llegar a la cocina tiene que pasar por el salón donde se detiene un instante para girar la cabeza y sonreír. 

Zada está hecha un ovillo en el sofá, hábilmente protegida por los almohadones en el ángulo del reposabrazos. Ni se ha enterado de que la observan, está todavía dormida. Juan continúa hasta la cocina donde prepara la cafetera y la pone al fuego, obnubilado espera a que el gorgoteo le avise de que aquel líquido de dioses está listo. Un roce en la pierna le saca del ensimismamiento.

Zada se ha despertado al escuchar los pasos de Juan dirigiéndose a la cocina, ella ha levantado la cabeza pero él ya se estaba alejando. Lentamente se ha puesto en pie y ha estirado todas sus extremidades. Como si dispusiese de todo el tiempo del mundo ha caminado hasta la cocina, ha visto a Juan plantado delante de la cafetera pensando en nada. Sentada en el quicio de la puerta se siente ignorada y da unos pasos hasta rozar la piel de Juan, él ya se ha dado cuenta pero todavía no ha reaccionado. Zada, insistente, se desliza entre sus piernas como una suave caricia; Juan la mira y ella se alza a dos patas, estirándose una vez más con el apoyo de la pierna de él y bosteza.

Juan disfruta con la compañía de Zada, su pelaje reluciente negro azabache y sus ojos verde aceituna crean una fotografía hermosa; y su carácter es excepcional, inteligente, cariñosa e independiente. A Juan alguna vez le ha preocupado que Zada se sienta tentada a salir de casa y no volver, un par de veces ha hecho excursiones de dos o tres días que han dejado a Juan con el corazón encogido. Pero ella siempre ha vuelto. Él se agacha y le acaricia la cabeza, ella ronronea de gusto y la cafetera ya está haciendo ruido.

Zada, antaño una gatita vagabunda, encontró la casa de Juan en uno de sus asaltos para conseguir comida. Consiguió entrar gracias a una ventana del salón que estaba abierta de par en par, caminó con cautela por la casa hasta que su olfato le llevó a la cocina. Husmeando por la encimera fue sorprendida por él; él en la puerta y ella en el mármol de la encimera se miraron fijamente largo rato. Zada esperaba algún aspaviento para sacarla de la casa, Juan estaba más sorprendido que ella y no esperaba nada. Terminado el momento de tensión, la gata se dio la vuelta y siguió olisqueando la cocina; Juan incrédulo y asombrado sacó un botellín de cerveza de la nevera. Zada se sentó frente a él y le maulló para reclamarle alimento, el dueño de la casa sacó una lata de atún del armario y se lo puso a la gata en el suelo, mientras ella comía también le puso al lado un tazón con agua y se sentó a contemplarla mientras bebía su cerveza. Al acabar de comer Zada vio cómo le miraba, dio una vuelta por la cocina y se subió a la mesa para llegar al lado de Juan, ella le acarició con la cabeza en el brazo y él le correspondió. Así se conocieron hace ya años.

Ahora cada uno se centra en su desayuno, él le añade leche a su café y con la misma botella le pone un poco de leche en el bol de ella. Juan se toma despacio su café en la silla, medio recostado con una pierna estirada, así desayuna cuando no tiene prisa. Al acabar, el vaso lo deja en la pila, se cambia los calzones por un bañador y coge la toalla de playa para salir de casa.

Siente la arena fresca bajo sus pies que le ayuda a despejarse. Al acercarse a la orilla deja caer la toalla y anda en línea recta hasta el agua tibia pero refrescante. Se adentra poco a poco, notando el gusto del roce del agua calmada que a cada paso moja unos pocos centímetros más arriba y la arena que resbala entre sus dedos. Cuando la profundidad alcanza su cintura, coge un poco de impulso y se escabulle de un salto bajo el mar. Sale a respirar unos cuantos metros más alejado de la orilla; Juan nada unas cuantas brazadas en dirección al horizonte, allá por donde se pierden los barcos, para después parar y flotar. Respira lento y relajado, escucha el murmullo de la vida bajo el agua; no hay ruido, es el sonido de la vida. La vida es un murmullo, el ruido es pretencioso. Ahora se hunde, hasta tocar el fondo, coge un poco de arena con las manos y siente cómo se le escapa al compás del movimiento del agua, ese compás que él por estar sumergido también sigue; Juan se hace una bola, se sujeta las piernas encogidas y se deja llevar. El mar lo expulsa con delicadeza, no es lugar para humanos, con un vaivén Juan es conducido hasta arriba hasta que vuelve a flotar, esta vez piensa, piensa en la tristeza de no poder pertenecer a la vida marina, por lo menos de vez en cuando, tal vez una vez en la vida. Decide volver a la tierra, nadando con más energía llega a la orilla.

Zada está sentada encima de la toalla, ha salido de casa al terminar su cuenco de leche, ella ha observado a Juan todo el tiempo que ha pasado dentro del agua, de hecho, ella llegaba a la toalla cuando el agua rozaba las rodillas de Juan. Zada no piensa, contempla a aquel hombre que hace cosas de humanos. Él se sorprende al verla mientras sale del agua, es tan gata que no se acerca a la orilla por si se moja y es tan femenina que se sienta encima de la toalla para no mancharse el culo con arena. Juan se sienta a su lado y ambos miran el mar, los dos escuchan el mar. Pasa el tiempo, pero el tiempo no supone nada para ellos hasta que la playa empieza a cobrar otra vida, es verano y la gente empieza a llegar para extender sus toallas, plantar sus sombrillas y caminar por la orilla.

Todavía se puede disfrutar del entorno pero la calma ya está rota, seguir sentados rompería la paz adquirida. Se van a pasear por las altas dunas, desde donde contemplan sin preocupación el cambio de actitud del paraje; las personas conquistan el terreno, la arena se defiende calentándose conforme pasa el tiempo, parece robarle el calor al mar que cada minuto resulta más fresco. El sol es quien crea esta batalla, al salir el sol los humanos conquistan y la tierra se defiende; aquellos quieren arena fresca y agua tibia, para no hacer sufrir sus plantas de los pies ni la impresión del frío en la piel; pero los humanos lo quieren cuando a ellos les apetece, los humanos no comprenden que la naturaleza tiene su ritmo. A las seis y media de la mañana la playa ofrece lo que buscan, pero sólo quien acepta la naturaleza recibe su gracia.

Zada y Juan vuelven a casa en paz y sin prisa porque hoy no existe el tiempo, el tiempo es para humanos.

2 comentarios:

Sergio Aguilar Molina dijo...

Gracias por compartirlo: es hermoso.

Unknown dijo...

Las gracias a ti, que siempre estás ahí :).

Muak.

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